Tres hombres se apearon de un Ford del 62 aparcado unos metros más atrás. Llevaban máscaras. Llevaban guantes y zapatos con suela de crepe. Llevaban cinturones de trabajo con bombas de gas en las bolsas. Iban en manga larga y abotonados de arriba abajo. Llevaban tizanada la piel.
El vapor los envolvió. Se acercaron y sacaron pistolas con silenciador. Los vigilantes tosieron. Aquello suministró cobertura sonora a los enmascarados. El conductor del camión de la leche sacó una pipa con silenciador y disparó en la cara al vigilante más cercano.
El ruido fue un golpe seco. La frente del vigilante estalló. Sus dos compañeros se llevaron la mano a la pistolera. Los enmascarados les dispararon por la espalda. Se doblaron y cayeron hacia delante. Los disparos y los crujidos de los cráneos resonaron apagados.
Son las 7:19. Todo sigue tranquilo. No hay peatones y el choque aún no ha despertado curiosidad.
James Ellroy, Sangre vagabunda, Ediciones B
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